El Programa de Protección Internacional (PPI) de San Juan de Dios de León, que financia el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, abrió a finales de junio un centro de ayuda humanitaria en el antiguo Chalé del Pozo de Villarrodrigo de las Regueras (Villaquilambre, León). Un nuevo recurso que persigue dar respuesta a la situación de emergencia migratoria con la llegada a las costas canarias y andaluzas de miles de personas procedentes de África.
Unas cruzan el Estrecho escondidas en los bajos de un camión o se juegan la vida al saltar la valla de Melilla, mientras otras se embarcan en un peligroso viaje hacia una existencia mejor. Es el caso del maliense Salim Diawara, que llegó en 2023 a la isla de El Hierro procedente de Mauritania. Fueron cinco días en el mar que no se los desea a nadie, sin agua ni comida. “Tres amigos murieron en el cayuco y, a mi llegada, estuve varios días hospitalizado y sin poder ponerme de pie. Estaba muy cansado y lleno de heridas”, confiesa un joven de 32 años que “no volvería a hacer la travesía”. “Nunca”, según asevera.
Tres amigos murieron en el cayuco y, a mi llegada, estuve varios días hospitalizado y sin poder ponerme de pie. Estaba muy cansado y lleno de heridas. No volvería a hacer la travesía. Nunca
Salim se ganaba la vida como profesor de francés en Bafarara, en la región de Kayes, al suroeste de Mali, donde convivía con su mujer, su hermano y sus dos hijas de cuatro y dos años. Pero la amenaza terrorista le llevó a poner tierra de por medio: “Sólo quieren que se estudie árabe en las escuelas”, lamenta un hombre al que le gustaría trabajar como traductor. No en vano, también habla inglés, portugués, bambara, soninké y un poco de español.
El conflicto en Mali estalló tras un golpe de Estado en 2012 que creó un vacío de poder, lo que permitió a los grupos yihadistas hacerse con el control de ciudades clave en el norte. Una operación dirigida por el ejército de Francia los expulsó de los centros urbanos un año más tarde, pero el éxito duró poco.
Los yihadistas se reagruparon y lanzaron incesantes ataques contra el ejército maliense, además de sobre las fuerzas francesas, regionales y de Naciones Unidas presentes en el país. Los insurgentes proclamaron su lealtad a Al Qaeda y al grupo extremista Estado Islámico.
Un territorio sembrado de hambre, sed e impunidad
Al igual que Salim, Aboubakar Gary también huyó de este país, uno de los más pobres del mundo, vía Mauritania. Un territorio sembrado de hambre y sed donde la impunidad campa a sus anchas. “A mi padre, que era político en la República Centroafricana, le estaban buscando”, relata. No le encontraron, pero sí a su hermano –al que asesinaron- y a él –al que amputaron varios de los dedos de su mano. “Cuando hace frío siento mucho dolor”, asegura.
En mitad de un violento conflicto entre las diversas facciones del país que no mostraba signos de detenerse, en 2014 tomó la determinación de irse de este pequeño país sin salida al mar y asentarse en Mali, pero allí la realidad no era mucho más esperanzadora. Fue así como decidió buscarse la vida deseando tan sólo tener un poco de suerte y quizá, en un futuro, poder dedicarse al mundo del motor como “mecánico de coches”. “El trayecto (duró una semana) fue muy duro”, señala este joven de 30 años que, tras arribar a El Hierro, fue trasladado a Tenerife para su acogida en un centro gestionado por la Asociación Comisión Católica Española de Migraciones (Accem).
En 2019, el año previo a la pandemia de Covid que puso en jaque a todo el mundo, el senegalés Emile Djirú emigró hacia Marruecos, donde vivió tres años hasta conseguir recursos para costearse la embarcación en la que llegar a España. Un viaje más que premeditado que no por ello resultó sencillo. Y es que, aunque se echó al mar a bordo de una zodiac, recuerda el trayecto de tres días desde Tan Tan como un hecho “muy traumático”, ya que no contaba con nada que llevarse a la boca, además de haberse encontrado con unas condiciones muy adversas durante una dura travesía en la que no pocos subsaharianos pierden la vida. Él llegó a la orilla, pero se encontró con muchas barreras. Entre ellas la del idioma.
Emile se vio forzado a dejar atrás Senegal -un país laico, pero con el islam como religión mayoritaria- cuando al fallecimiento de su madre en 2014, su padre –cristiano- decidió convertirse y casarse con una mujer musulmana. “Él no aceptaba que no siguiera sus pasos y me golpeaba”, explica un joven de 30 años que ningún domingo perdona su cita con la iglesia.
“Me fui de M'Bour a la capital, a Dakar, con mi tía materna. Y ella me pagó el billete a Marruecos”, relata un joven que lleva “cinco años” sin abrazar a sus hermanas. Un hombre con experiencia en la construcción y en el montaje de pladur que espera poder trabajar pronto. También en León, una “ciudad tranquila” en la que se ha sentido “muy bien acogido”. Algo en lo que coinciden Salim y Aboubakar.
Siete concesiones de asilo para personas de Mali
Todos ellos, deja claro Igor Mba, abogado del programa, “son solicitantes de protección internacional y mayores de edad”. De hecho, según apostilla, “ya hemos recibido siete concesiones de asilo para personas de Mali”. Este trabajador, una de las 35 personas que han sido contratadas por San Juan de Dios de León para gestionar este centro, precisa que “algunas historias son desgarradoras”. Y es que este leonés, de padres originarios de Guinea Ecuatorial, se encarga de redactar los informes que acompañan a cada una de las peticiones: “Creo que el africano es fuerte, pero creo que lo es el ser humano en general. No somos conscientes de la capacidad que tenemos para superar las distintas situaciones de la vida”.
El nuevo centro de ayuda humanitaria con 180 plazas se viene a sumar al que el Programa de Protección Internacional tiene en La Fontana de Armunia (76) y a un total de siete pisos (42), uno de ellos destinados a víctimas de violencia de género. En lo que va de 2024 ha acompañado a 289 personas -208 en fase de acogida y 81 en fase de autonomía- de más de una veintena de nacionalidades distintas.